Existen conductas agresivas evolutivamente normales, por muy exageradas y desagradables que parezcan, pero que forme parte de su desarrollo no quiere decir que haya que esperar a que crezca para que se le pase; en la mayoría de los casos será la intervención de los padres la que marque la diferencia entre un niño con alteraciones en su comportamiento y otro con conductas adecuadas.

 

La típica muestra de conducta disruptiva es la rabieta, que tiene distintos objetivos según la edad del niño:

Entre los dos y los tres años el niño todavía no tiene dominio del lenguaje suficiente para expresar lo que le ocurre y recurre a las rabietas para manifestar su malestar. Son los padres quienes deben traducir lo que le pasa (“ya veo que estás enfadado”) y darle pautas para aprender a controlarse (“quédate aquí y, cuando estés más tranquilo, me llamas”). A los dos años es fácil que aparezcan situaciones en las que el niño entra en conflicto con sus padres porque tiene que hacer lo que ellos le dicen y no siempre coincide con lo que él quiere. Esto también le puede ocurrir con los compañeros de la guardería o en el parque, en situaciones en las que busca el control o el dominio. Por ejemplo, es fácil verle enfadarse porque considera que el tobogán es de su propiedad y no está dispuesto a dejar subir a nadie.

rabietas

Entre los tres y los cuatro años los niños pasan por una especie de crisis de terquedad provocada por un periodo de autoafirmación y defensa de su individualidad. Buscan diferenciarse de las demás personas y lo hacen reclamando cada vez más autonomía. En esta etapa el niño se opone por sistema a lo que se le pide porque persigue esa nueva sensación que le da su independencia. Para que el niño sea autónomo, por un lado, hay que asegurar su salud física y emocional dejando que sea curioso y explore, y por otro, facilitar los nuevos aprendizajes que le ayuden a desarrollar su futura personalidad. Demasiadas prohibiciones inhiben su curiosidad, con lo que se puede tener un niño obediente, pero excesivamente pasivo y poco autónomo. Los padres deben estar preparados para sufrir un incremento de las manifestaciones agresivas y los gestos desproporcionados, como las pataletas, los lloros, los golpes,… También son frecuentes las rabietas de alta intensidad y larga duración, a veces sin motivo aparente.

A partir de los cuatro años las rabietas tienen que ver más con la frustración por no obtener aquello que quieren y se orientan hacia aquella persona u objeto que impide que lo consigan. Los padres ya saben por qué se producen, lo cual aumenta su sensación de control sobre la situación. Algunas de las conductas que no se consideran anormales a esta edad son: arrojar o romper objetos, decir mentiras para librarse de las consecuencias, y las agresiones como mordiscos o arañazos, siempre en el marco de las peleas entre iguales. El hecho de que aparezcan estas conductas no significa que se dejen pasar sin que el niño experimente las consecuencias. Las conductas disruptivas consideradas normales ayudan al niño a aprender la diferencia entre lo que quiere y lo que realmente puede obtener. Es fundamental que conozca qué conductas son válidas para la consecución de sus objetivos y cuáles no. En este aspecto, los padres pueden aprender cómo disminuir las manifestaciones negativas y sustituirlas por otras más adecuadas.

 

Hay que tener en cuenta que las conductas socialmente aceptadas, como ser generoso, prestar los juguetes o pedir las cosas de forma correcta, se deben aprender paulatinamente y que a estas edades las conductas sociales se caracterizan muchas veces por la conflictividad.

Si los padres son firmes con los límites y coherentes con las consecuencias de los comportamientos, el niño adquirirá el autocontrol necesario para alcanzar mejores formas de resolver los conflictos.

Dejar un comentario